Espacios. Vol. 15 (2) 1994

Palabras del Dr. Eduardo V. Ludeña en ocasion de recibir el Premio Nacional de Ciencias, Venezuela, 1994.


Se cree comúnmente que del asombro que nos producen los fenómenos naturales surge la indagación metódica. Se cree que hay individuos brillantes cuyas mentes son capaces de atisbar más allá de la apariencia para extraer del fluctuante devenir del fenómeno aquello que es regular, repetible, esencial. La ciencia vista desde esta perspectiva es un descifrar que mentes privilegiadas hacen de los enigmas naturales.

Sin embargo, la ciencia, más que una manifestación de individuales corresponde a un complejo quehacer social en el que priman de forma explícita o implícita necesidades, designios, aspiraciones y metas de grupos o de sociedades enteras. Es por esto que ni la ciencia ni la tecnología son actividades inocentes. De hecho, la mayor parte del esfuerzo que se ha realizado en ciencia, desde que ésta se convirtió en una actividad social organizada, ha estado ligado o dirigido o fines bélicos. No se trata de que la perversa naturaleza humana haya encontrado en la ciencia un medio para producir muerte y destrucción. Se trata antes bien de que la ciencia acoplada al esfuerzo bélico ha contribuido en forma muy eficaz a la sustentación del poder de ciertos grupos o naciones.

La dinámica de la innovación, o sea la búsqueda constante del cambio tecnológico que permita que un producto pueda desplazar a otro en el mercado, no resulta de la acumulación de descubrimientos o invenciones que se dan porque los científicos son o curiosos o creativos. Son más bien las determinantes económicas relacionadas con las formas en que se producen los bienes sociales las que señalan lo que hay que inventar o investigar. Así, el científico es un asalariado que vende su creatividad a aquellos entes o instituciones que lo puedan subvencionar, mantener o premiar. Claro que, debido a lo imprevisible del futuro, existe dominio de investigación de frontera en donde se le da al científico una relativa libertad. Sin embargo, esta libertad se restringe cuando la inversión en equipo sobrepasa la importancia social de esta labor. Tal es el caso del desmantelamiento del proyecto del “super – conductor super – collider” en una situación de post guerra fría en la que no hay razones de “seguridad nacional” que ameriten continuarlo. Allí, la comprensión per se de las incógnitas más básicas de materia no es una razón válida.

La ciencia como generadora de tecnologías ha sido un instrumento eficaz para plasmar en cambios tangibles los designios económicos y políticos de grupos o naciones. De hecho, sin la ciencia y la tecnología no se habría dado la estructura actual que contemplamos en nuestro planeta. Pero es peligroso achacarles todo este cambio ya que fácilmente podemos caer en la visión simplista de que para salir del subdesarrollo lo que necesitamos tener es instituciones científicas conectadas a centros tecnológicos de igual envergadura que aquellos que existen en los países desarrollados.

El subdesarrollo es un fenómeno social que está relacionado a deficiencias científicas y tecnológicas, pero que depende también de otros factores. Hemos vivido en la América Latina siglos de coloniaje. Esto deja su huella en las instituciones y en las conductas que se observan aún en la actualidad. Las clases políticas y económicas que han ejercido el poder en nuestros países muy rara vez han tenido como proyecto político la creación de países que ejerzan una autodeterminación plena. Se invoca la imagen de Bolívar, o de Sucre, o de San Martín o de Artigas al mismo tiempo que se abren cuentas en bancos de los países desarrollados que sobrepasan en varias veces la deuda externa latinoamericana. Tal vez aparezca entre nosotros algún historiador que deje para la posteridad una visión de nuestro subdesarrollo tan lastimoso como la que dejó Tácito de ciertos pueblos conquistados por los romanos.

El subdesarrollo se manifiesta en nuestra producción industrial primordialmente de ensamblaje. Se prefiere comprar en el exterior procesos completos de producción. Para qué darnos nosotros los dolores de cabeza si ellos pueden inventar?. Eso sí, puntualmente pagamos los “royalties” y las patentes.

Al negarnos la posibilidad de innovar, nos negamos también la posibilidad de ser flexibles, de poder adaptarnos a los cambios mundiales de la tecnología. Abdul Salaam cuenta de la instalación de una fábrica de válvulas de vacío para radios en un país del tercer mundo, cuando ya la tecnología de los transistores se implantaba industrialmente en los países desarrollados.

Además, al negarnos a inventar, lo único que podemos ofrecer como ventaja competitiva en el mercado es el bajo salario de nuestros trabajadores. Esto a su vez impide que éstos consuman su propia producción, cerrando así el círculo vicioso que nos condena a producir para la exportación.

La ciencia es una actividad social y como tal también participa de las taras mentales y emocionales que nos impone el subdesarrollo.

Es así que buena parte de lo que hacemos en ciencia sigue los lineamientos establecidos en laboratorios del primer mundo. Hemos aprendido a imitar, a seguir instrucciones, a realizar las tareas que en esos laboratorios resultan demasiado riesgosas o no son de mayor interés. Hemos aprendido a jugar el juego de la publicación intrascendente que abulta nuestro currículo y nos permite hacer carrera científica y participar en las comisiones que deciden sobre el destino de los escasos recursos con que cuenta la ciencia. Tenemos miedo de generar ideas propias que diverjan de las aceptadas por los grupos internacionales de poder ya que esto implica enfrentamientos con los comités editoriales y muchas veces la no publicación de un trabajo.

Vivimos como extraños en nuestros propios pueblos anhelando escapar a nuestro subdesarrollo a través de una ansiada visa que nos permita residenciarnos en comarcas del primer mundo. La sangría de técnicos preparados que han tenido que sufrir nuestros países, entre ellos Venezuela, es cuantiosa. Somos víctimas de una masiva fuga de cerebros. Muchos de los científicos con suficiente reconocimiento internacional como para emigrar en condiciones ventajosas, ya se han ido. Muchos de los que se quedan, lo hacen por no ser la “cola de ratón” en ambientes académicos muy exigentes, aunque también hay científicos que se quedan por apego a su país o porque consideran que tienen una misión que cumplir aquí.

Ante este panorama que simplemente describe nuestro subdesarrollo industrial, científico y tecnológico, podemos preguntarnos sobre lo que podemos hacer para revertir esta situación. De hecho hay mucho que hacer. Y de hecho hay algunos esfuerzos loables y exitosos tales como el INTEVEP, a través de los cuales se intenta tomar nuestro destino en nuestras propias manos. Pero hay que hacer más, muchos más.

Pero no es con imposiciones que se gana la mente y el corazón de los hombres. Es necesario detener el éxodo por medio del establecimiento de condiciones adecuadas de trabajo. Es necesario sentar las bases para que la actividad científica esté íntimamente ligada al desarrollo. Es necesario cambiar la dirección de la producción industrial para que se dirija a los mercados internos y colocar los cimientos de la innovación tecnológica para que nuestras industrias puedan competir en los mercados extranjeros.

Creo que el gobierno nacional asumió su responsabilidad con respecto la éxodo de científicos cuando instauró el Sistema de Promoción al Investigador. Este es un instrumento útil que hay que perfeccionarlo.

Hay que dotarlo de comités que juzguen no sólo sobre el número de publicaciones, sino también sobre la calidad y originalidad de las ideas que dieron origen a esos trabajos. No debemos contaminar a este sistema con las taras que agobian a nuestro subdesarrollo científico. El sistema debe tener jueces que sean capaces de valorar la independencia mental de los investigadores y esto sólo puede conseguirse nombrando a gente que entienda de los temas o buscando asesores idóneos. Me parece que el malestar de algunos miembros muy valiosos de nuestra comunidad científica con respecto al PPI proviene de este hecho.

Soy de la opinión que además el Sistema de Promoción del Investigador, debe plantearse la consolidación de un Sistema de Promoción de la Investigación. Claro está que en la actualidad hay varios entes que se ocupan de estas tareas, destacándose entre ellos el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas y los Consejos de Desarrollo Científico y Humanístico de las universidades nacionales. Pero dentro del replanteamiento del CONICIT, creo con Ignacio Avalos que no se puede esperar que la ciencia académica, por mejor intencionada que esté, sea la que resuelva los problemas industriales del subdesarrollo. La respuesta tiene que venir por otro lado, del establecimiento de departamentos de investigación y desarrollo en las mismas industrias tanto estatales como privadas. Es la propia industria la que debe generar un diagnóstico de sus necesidades en materia de ciencia y establecer los nexos de cooperación con la ciencia académica.

Pero para que este intento fructifique tendrá que modificarse la perspectiva que tienen las clases políticas y económicas del país. Esto implica la creación de un proyecto político en que se plantee en forma clara nuestra aspiración a ser autónomos, ya que se trata de un inmenso proyecto cuya realización requeriría de grandes inversiones, me permito modestamente sugerir que estos fondos provengan de un impuesto de un 1% a los capitales que se encuentran en bancos en el exterior. De los 90 mil millones de dólares que se estima están en estas cuentas, este proyecto podría recibir novecientos millones de dólares por año. Creo que en un período de diez años se puede llevar a cabo este proyecto. En resumidas cuentas, sería como aplicar en Venezuela un proyecto BID-CONICIT de una magnitud diez veces más grande por año pero con la finalidad de construir un aparato productivo que esté íntimamente vinculado con la ciencia.

Considero que de darse, este proyecto contribuiría en forma efectiva a la repatriación de capitales. Las posibilidades económicas de Venezuela son enormes. Podríamos pensar, por ejemplo, que con los recursos de hierro, aluminio y la energía eléctrica barata sería factible establecer una red ferroviaria y extenderla a los demás países de América Latina. Siempre hay que recordar que a pesar de que nuestros mercados internos son relativamente pequeños, en toda la América Latina hay un inmenso mercado para lo que podamos producir.

Para terminar, quiero agradecerles por la paciencia que han tenido para escuchar estas inquietudes mías sobre el sentido de nuestra ciencia y la finalidad social de nuestro trabajo. Creo que es factible contribuir a la transformación de nuestro continente y nuestro país, siempre que haya la voluntad política y económica de enfrentar el subdesarrollo. Agradezco al CONICIT por haberme otorgado el Premio Nacional de Ciencias de este año. Quiero alentar a los científicos jóvenes para que nunca desmayen en su afán de producir ciencia de calidad y para que cuando hagan ciencia, no solamente piensen en sus currículos, sino en que nuestra ciencia podrá contribuir a que nuestros descendientes vivan en países libres y soberanos.

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