Espacios. Vol. 20 (2) 1.999


Breve cronica de un cambio anunciado

Breve cronica de un cambio anunciado

Ignacio Avalos Gutiérrez (*)


RESUMEN

Este trabajo muestra, a grandes trazos, la historia del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT), institución venezolana del sector público, creada en el año 1967, bajo el formato organizativo de la UNESCO, el cobijo conceptual e ideológico del “modelo lineal de la innovación” y el mandato político de atender el llamado “sector científico y tecnológico”, suerte de rinconcito institucional en el que, supuestamente, residen de manera exclusiva las capacidades nacionales de oferta de conocimientos y tecnologías.

En términos igualmente generales se pretende registrar un proyecto de cambio, concebido y desarrollado en los últimos años, con el objetivo de adecuar al CONICIT a las nuevas realidades políticas, económicas, sociales e institucionales de Venezuela en esta época.

En particular, se presentan los argumentos que fundamentaron tal proyecto, así como las maneras como se llevaron a cabo los cambios asociados al mismo.

Este ensayo persigue suscitar la reflexión sobre la trayectoria y futuro de otros ONCYTS existentes en América Latina.

ABSTRACT

This work is a sample of a outline of the history of the National Council of Scientific and Technology Investigation (CONICIT), venezuelan public institution, created on 1967, under the organizational format on UNESCO, the conceptual and ideological protection of the “lineal model of Innovation” and the political command to attend the named “scientific and technology sector” sort of institutional small corner where supposedly dwell in exclusive manner the national capacity of offer of knowledge and technology.

In equal general terms we pretend register a change of project, which was conceived an developed in the last past years, with the objective to adequated CONICIT to the new economics, social and institutional political reality´s of Venezuela in this time.

In particualr it showed the argument that establish the project, therefore the manner how they carry the changes associates to the same.

This essay will permit to raise the reflection over the trajectory and future of other “ONCYT´s” existing in Latin America.

Contenido


Estas son páginas redactadas “a capella”, sin consultas, sin apoyo bibliográfico o documental. Sin más pensamiento que el que se vino acumulando, gracias a conversaciones amplias y permanentes, sostenidas a lo largo de los últimos cinco años. Son páginas hechas a punta de memoria, de recordar cosas habladas y escritas durante este tiempo, fruto, en verdad, de reflexiones de mucha gente que fueron dándole carne y hueso al ensayo de transformación de un organismo público, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT).

Dirijo estas páginas “a quien pueda interesar” y como micrófono de tantas personas que pusieron neuronas, sudor y sentimiento en la experiencia que aquí relato. Muestran en sus rasgos más generales el modesto proyecto de cambio institucional de un ONCYT, parecido en sus orígenes, en su concepción y en su historia a los otros muchos que existen en América Latina. Quizá den tema para sacar cuentas y meditar sobre la trayectoria de éstos, su sentido, su futuro.

Estamos en épocas de grandes remezones, tanto conceptuales como institucionales. El desarrollo de la ciencia y la tecnología es tema que se está mirando de otra manera y hasta mentando de forma distinta, muy distante de aquella que dominaba hace veinte, treinta, cuarenta años, cuando se fundaron los ONCYTS.

¿Cuál es, así pues, el destino de éstos? ¿Pueden seguir siendo lo que fueron al nacer? ¿Es factible y posible que cambien?¿Vale la pena que lo hagan? ¿En cuál dirección? ¿Seguirán teniendo algún papel que cumplir dentro de las nuevas realidades institucionales que se empiezan a dibujar por todas partes, incluida Venezuela?

Este breve relato pretende tener que ver con estas preguntas, aunque ignoro, en verdad, cuánto pueda contribuir a dar respuesta a alguna de ellas. Por eso es un trabajo sin conclusiones, por ahora. Que cada quién saque las suyas, es lo mejor.


Pequeña historia del CONICIT

Fundado en 1967, bajo el patrocinio ideológico y conceptual de la UNESCO, el CONICIT ha sido una organización bien llevada a lo largo de sus treinta años de existencia. Como lo he dicho otras veces, es un caso de “paternidad responsable” en un país propenso a crear organizaciones, pero no a criarlas y cuidarlas.

En la médula del organismo se reconoce la cultura sembrada por los fundadores. Hay, sobre todo, unas maneras, maneras CONICIT, que le han dado estabilidad y un estilo de gestión en donde es fácil advertir hilo conductor, reglas claras que se acatan y cuido por la legitimidad de las decisiones. Por ello el CONICIT ha conseguido ser en buen grado impermeable a la arbitrariedad, se ha sabido proteger de las presiones externas y cuenta, así mismo, con dispositivos que lo han cuidado de la frecuente y sabrosa discrecionalidad de quienes ejercen el poder.

Javier Marías, el magnífico novelista español, señala que la historia de cada persona es también lo que ha podido ser y no fue. De manera semejante uno pudiera decir que las instituciones son igualmente lo que no han sido. Así, el CONICIT también es el no haber sido, dentro de esta cultura criolla de lo efímero, una de tantas instituciones que languidecen, copadas por rutinas inexplicables, actividades sin ton ni son, razones y propósitos extraviados al poco de trazarse.

El CONICIT muestra buen desempeño en el transcurso de su historia. Ha tenido altibajos y lógicamente presenta todavía algunas carencias notables, pero es, sin duda, bateador consistente, con buen promedio de por vida. Su obra acumulada es importante. No quiero agobiar al lector con parrafadas de logros y cifras latosas, pero si mencionar, al menos, que el CONICIT es responsable de primer orden de la creación y desarrollo de una infraestructura expresada en laboratorios y bibliotecas, la formación de investigadores, el desarrollo de postgrados, la publicación de revistas científicas, la introducción de la telemática y, por otra parte, algo igualmente importante, como es la implantación de una institucionalidad, vale decir de un conjunto de valores, leyes y practicas, como basamento para el desenvolvimiento de la ciencia nacional. En este sentido cabe destacar que perfiló el oficio del científico e introdujo elementos determinantes para su profesionalización en tiempos en que tal oficio era casi inexistente; por otro lado, introdujo desde sus comienzos la evaluación de méritos a la hora de determinar sus apoyos, cosa que, de nuevo, se dice fácil pero hay que valorar lo que significaba eso cuando el apogeo de la cultura del igualitarismo mal entendido; y, por último ha ido haciendo mucho para que el país tenga estima por sus investigadores y valore como debe la producción de conocimientos, su difusión y aplicación.

Mas allá de que, en diversas ocasiones el CONICIT se planteara, durante sus tres décadas de existencia, intenciones en torno a la dirección de la investigación y a su utilidad, el propósito, si lo hemos de mirar por sus efectos concretos, fué, insisto, el de tener una infraestructura razonablemente importante en proporción al tamaño del país, asumiéndola como condición necesaria y, de hecho, suficiente, para que le produjese beneficios a la sociedad, según permitía argumentar la concepción en boga del “modelo lineal de la innovación”, demasiado conocido como para tener que ser explicado en estas páginas. En verdad, tal estrategia formó parte del “proyecto modernizante” de la elite venezolana. Si se me permite decirlo en caricatura, no le venía nada mal a una sociedad relativamente rica y con pretensiones progresistas, dedicar recursos a la investigación, lo cual fue hecho, hay que advertirlo, siempre con el criterio de gasto y no de inversión. Fue, en fin, más un «lujo ideológico» que una convicción política asociada a un proyecto socioeconómico.

En la práctica, así pues, la actividad científica tuvo sentido por sí misma. Así las cosas, al investigador solo le correspondía la realización adecuada -léase con calidad- de su actividad y al CONICIT procurarle los medios para que ello fuera posible, habitualmente mediante diversos mecanismos de subsidio. Quedaron puestos así, dicho de manera muy esquemática, los términos del contrato que reguló las relaciones entre los científicos y el Estado. Elaborado esencialmente en torno al principio del «mecenazgo», dentro de sus cláusulas no quedó determinado que la utilización social del conocimiento pudiera ser, en algún grado y de alguna manera, preocupación del científico.

Conforme a lo señalado hasta ahora, la investigación científica venezolana fue, en fin, una actividad que ocurrió fundamentalmente conforme a los fines que los mismos científicos se trazaron, de acuerdo al planteamiento de sus propios objetivos, afirmación valida aún en las circunstancias en que la investigación fue calificada como aplicada.

Paralelamente, y como consecuencia, el criterio de pares fue el criterio central para decidir lo que se debía y podía hacer y, también, el criterio central para evaluar, reconocer y gratificar desempeño y resultados, estos últimos expresables, casi únicamente, en publicaciones. En fin, se implantó una suerte de “accountability entre colegas”, sin que hubiese mucho margen para juicios externos, opinión de los «impares», por decirlo de alguna manera, que permitiera una evaluación social acerca de las cosas que se debían hacer y acerca de las cosas ya hechas. Hubo, en síntesis, una suerte de «apropiación» de una política pública, la política científica, por parte de un grupo social constituido por la comunidad científica, no obstante la elaboración de cuatro Planes Nacionales, redactados en diferentes quinquenios gubernamentales con la pretensión casi nunca cumplida de establecer prioridades que señalaban cuál era la ciencia requerida por el país. Se trató, entonces, en gran medida, de una política desde y para los científicos con el apoyo y la aquiescencia del Estado, conforme a un arreglo - contrato social -, que no fue único, sino que tuvo lugar en otros campos y en todos ellos permitió, de diversas maneras y en diversos grados una suerte de “colonización” de la política pública por parte de intereses corporativos variados. En este sentido vale la pena, por su relación con el tema que se viene tocando, una corta digresión sobre la política tecnológica.

Venezuela tuvo, así pues, durante este tiempo una Política Tecnológica «implícita», según el término acuñado para significar una «no política» o, más precisamente, una política subsumida en la política industrial. Dentro del «sentido común» propio del proceso de sustitución de importaciones, el país importó tecnología incorporada a la maquinaria y los equipos requeridos para la producción de bienes de consumo y, en menor grado, bienes intermedios. Esta política fue cónsona con la política industrial que se trazó el país conforme a los cánones del modelo de la CEPAL y, en rigor de términos, fue más una política para los industriales y en gran medida de los industriales, que una política pública diseñada en función del interés general de la sociedad. De nuevo tenemos aquí un caso de «apropiación» de una política pública por parte de un sector social, apropiación que, repito, se veía acentuada en buena medida por el modo de funcionamiento del Estado dentro de una sociedad muy marcada por el rentismo en su funcionamiento general que, como dijera el Profesor Ramón Piñango, vivió de la “ilusión de la armonía”.

Por lo general las empresas nacionales carecieron de estrategias de aprendizaje que les permitieran el dominio de la tecnología importada, expresada en niveles variados de asimilación, adaptación y mejora de lo que se importaba. Dentro de la jerga de los especialistas se dice que se adquirió «capacidad de producción», pero no «capacidad tecnológica». A ello se debió, en parte, la existencia de un aparato industrial ineficiente, en muchas áreas sobredimensionado con respecto al mercado nacional, dependiente de materias primas extranjeras, inadecuadamente utilizado y muy débilmente encadenado hacia adentro, todas cosas por demás sabidas del proceso industrial venezolano, similares, con las diferencias que marca el rentismo, al que tuvo lugar en América Latina.

Huelga señalar, dado el marco anterior, que la política de investigación corría en paralelo con la política tecnológica anteriormente descrita. La política científica de los científicos tuvo pocos roces, si alguno, con la política industrial de los industriales. El llamado «sector científico» casi nunca pudo entablar una comunicación fructífera con el «sector productivo». Los intentos de vinculación casi siempre cayeron en el vacío, no obstante la existencia de estrategias “voluntaristas» que suponían lo no suponible y, en general, sugerían procesos a contrapelo de las lógicas que orientaban el comportamiento, tanto de los científicos como de los empresarios.

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Los nuevos tiempos

Los días pasan y las épocas cambian, sentenció Perogrullo hace mucho. Y, seguramente lo dijo también, las organizaciones deben tener capacidad para leer las claves que encierran los nuevos tiempos. Vivimos en la actualidad, apenas hay que recordarlo, transformaciones extensas y hondas, muchas de ellas con implicaciones directas en el conjunto de referencias básicas que han rodeado a una institución como el CONICIT.

No es cosa, pues, de entrar aquí en el detalle del asunto, pero si quisiera señalar, al menos, que, con diversos detonantes, se están generando cambios en todos los planos de la vida - el social, el económico, el político, el cultural -pero que, entre ellos, el detonante del cambio técnico, el de la producción, difusión y utilización de conocimientos es, sin duda, uno de los principales.

Así pues, se están transformando en su médula la concepción, las reglas de juego y los modos de hacer las cosas, tanto que se habla de la necesidad de «desaprender lo aprendido» y del surgimiento de un nuevo «sentido común», del cual se derivan otros cánones de pensamiento y comportamiento, bien se trate de formular políticas públicas, de establecer el control de calidad en las fábricas, de mercadear servicios financieros, de lograr mejores marcas en el terreno deportivo o de perfilar mecanismos para relacionar las universidades con la sociedad.

Por su parte, la economía que los economistas llaman la economía real, esto es, aquella integrada por el conjunto de actividades que crean riqueza y no la que tiene lugar en los casinos financieros, está experimentando cambios muy hondos que todos ustedes conocen. Están surgiendo, desde hace rato, lo digo en el tono reiterativo que me he propuesto, nuevas formas organizativas para la producción de bienes y servicios, expresión de un modelo que no se puede entender sólo, ni principalmente, a partir de los factores tradicionales de producción (capital, tierra, trabajo), sino a partir de la capacidad con que se cuente para generar, acopiar, usar y difundir, informaciones, conocimientos y tecnologías.

Los números no dejan lugar a dudas. Mediante la adopción de nuevos esquemas de medición, el Banco Mundial ha calculado, por ejemplo, que los 29 países que concentran el 80% de la riqueza mundial deben su bienestar, en un 67%, al capital intelectual (educación, investigación científica y tecnológica, sistemas de información), en un 17% a su capital natural (materias primas) y en un 16% a su capital productivo (maquinaria, infraestructura). Otras muchas cifras y evidencias señalan lo que se ha llamado la «desmaterialización» del proceso productivo e indican con igual claridad que el desempeño de las sociedades actuales depende crecientemente de lo que logren hacer para preparar a su gente, desarrollar su capacidad de investigación e innovación, crear sistemas para acceder, guardar, procesar y usar información, en fin, de la inversión en la formación de su capital intelectual. La riqueza social es, así pues, principalmente fruto de la materia gris, resultado de una producción impresionante de conocimientos y tecnologías que permean cada actividad social, sin excepción, y son reemplazados a una velocidad vertiginosa, al igual que los productos y servicios que originan.

La innovación y el cambio técnico son, pues, ley de estos tiempos. Cada vez es más alta la tasa de obsolescencia del conocimiento científico y más corto el tiempo que va del descubrimiento científico al uso de la innovación ; cada vez más alta la obsolescencia tecnológica al punto de que, se dice, el cuarenta por ciento de los productos y servicios que existen hoy en día desaparecerán en más de cinco años y todavía no se conoce el cincuenta por ciento de los que irán para ese entonces al mercado .

Por eso se habla de “revolución tecnológica”. Y a varias de sus consecuencias me remito: se están creando espacios económicos distintos, como resultado de la aparición de nuevas oportunidades tecnológicas que permiten la formación de mercados diferentes y la desaparición de ciertas maneras de producir que devienen en no competitivas; se ha ido alterando la estructura interna de los sectores industriales al surgir nuevas formas de competencia, se están redefiniendo las relaciones interindustriales y variando el papel relativo de los sectores industriales dentro de la economía global; se está propiciando la transformación de las capacidades y destrezas de distintos tipos y niveles en el personal empleado; se está afectando la composición de la demanda agregada al alterarse el patrón de distribución del ingreso y están ocurriendo, así mismo, transformaciones importantes en el sistema financiero.

Por otro lado, se van estableciendo nuevos patrones de intercambio entre los países y modificando, por tanto, los esquemas según se da la división internacional del trabajo al cambiar la esencia de las ventajas comparativas y perfilar estrategias de exportación en donde el conocimiento y la información tienen un peso cada vez mayor en la generación de bienes y servicios.

Las sociedades actuales se arman, así pues, en función de su capital intelectual: cómo formarlo y desarrollarlo, cómo organizarlo, cómo extenderlo y utilizarlo. Por eso se habla hoy en día de la “sociedad del conocimiento”. La educación, la información, la investigación, la innovación se tornan claves en cualquier sector de la sociedad, para cualquier actividad. Ello alude al Estado, a las empresas, cualquiera sean sus productos o servicios, a la educación cualquiera sea su nivel o propósito, o al sistema bancario y concierne, desde luego, tanto a la esfera pública como a la privada.

La sociedad del conocimiento, tal como se la describió, implica, así pues, muchas cosas, una de ellas de extremada importancia a los fines de este ensayo. Se trata de un cambio en el modelo de producción del conocimiento.

Echando mano del invalorable método de la simplificación, útil en las circunstancias en las que uno se ve compelido a ser breve, diría, como lo señala la literatura sobre el tema, que se está pasando de un modelo organizado en torno a la idea de la justificación de la actividad de investigación en términos de sí misma, validada sólo por la opinión de los pares, y realizada en el seno de instituciones científicas individuales (fundamentalmente laboratorios de corte más o menos académico) y dentro del marco de disciplinas aisladas, a otro modelo organizado en torno a la idea de que la investigación se justifica dentro de un contexto de utilidad y aplicación y se realiza en el seno de redes institucionales, integrada por organizaciones muy heterogéneas y dentro de marcos muy flexibles de trabajo que permiten la multidisciplinariedad y la interdisciplinariedad.

El primer modelo es el que, claramente, ha guiado la política científica en Venezuela. En efecto, según ya se dijo antes, el «sector científico» se constituyó a partir de un conjunto de instituciones poco comunicadas entre sí (mucho más fuertes, en gran número de casos, las vinculaciones con organizaciones del exterior) y poco conscientes del lugar que ocupa la investigación dentro de los procesos de innovación y bastante tomado por la creencia de que los resultados de la investigación, con tan solo cumplir el requisitos de ser buenos podrían, casi ineluctablemente, aplicarse. Esta óptica fue compartida, a decir verdad, por el Estado.

El segundo modelo implica, en vez del concepto y la visión del «sector científico» como casi único proveedor de conocimientos, el concepto y la visión de “redes de innovación». Estas suponen procesos no lineales, sino interactivos, socialmente dispersos (no concentrados en un «sector»), ubicados en diferentes actores sociales (laboratorios, empresas, firmas de consultaría e ingeniería, extensionistas, vendedores de maquinaria y equipos, entidades financieras...), cada uno de los cuales suma su capacidad para que la innovación sea posible.

La progresiva implantación de este segundo modelo conlleva el desarrollo de una nueva institucionalidad -valores, organizaciones, normas, leyes, rutinas - y está asociado, desde luego, a un nuevo arreglo político cuyo eje no puede ser más el «mecenazgo, propio de un patrón de desarrollo económico virtualmente agotado y característico de un modo político que resultó posible bajo otros cánones para el entendimiento de lo colectivo.

El segundo modelo rima con el nuevo sentido común socieconómico. Es el que resulta lógico para otro modelo productivo y el adecuado, además, para un régimen político que ampara diferentes modos de representación de los intereses colectivos y, por tanto, la articulación de nuevos actores sociales y que empieza a hacer de la «accountabllity» una norma cultural. Datos todos, en fin, que hacen caducar el arreglo político que existió hasta ahora entre el Estado y la comunidad científica venezolana. La condición de excelencia y calidad, administrada por los pares como requisito para aprobar y evaluar la investigación, debe ser ahora complementada por la utilidad, la factibilidad y la oportunidad.

El nuevo arreglo político debe servir, así pues, para reubicar la actividad de investigación a la luz de las nuevas realidades, tanto a nivel global, como local, descritas en las páginas precedentes. En vez del principio de mecenazgo, el acuerdo debe girar en tomo a la conexión de la investigación con los procesos de innovación, lo cual, es urgente señalarlo, no equivale, en manera alguna, a orientar la investigación sólo por los estímulos de la demanda ni, mucho menos, por los dictámenes del mercado. La clarificación, dentro de la literatura sobre el tema, del debate «supply push vs demand pull» me ahorra, en este sentido, muchas explicaciones.

Así las cosas, el concepto de “sector científico y tecnológico”, tal como lo hemos venido empleando a lo largo de los últimos cuarenta años, se nos está quedando corto. La idea de que la producción de conocimientos ocurre sólo en el “sector” -espacio de carácter académico, casi sinónimo de universitario, que alberga a laboratorios y científicos, regido por sus propias reglas-, mientras que el resto de la sociedad demanda y usa el producto de su trabajo, resulta cada vez menos útil para considerar nuestro desarrollo científico y tecnológico. Poco útil para conceptualizarlo. Para diagosticarlo y medirlo. Para asignarle presupuestos. Para orientarlo según ciertas políticas. Para regularlo conforme a normas y leyes. Poco útil, en fin, para organizarlo.

En este sentido hay que asumir, así pues, todas las implicaciones que derivan del concepto de “sociedad del conocimiento”, o si se prefiere, del de “sistemas de innovación”, de corte mucho más metodológico: espacios más grandes y abiertos que el “sector”; diversidad de actores involucrados en los procesos tanto de creación, como de intercambio y uso de conocimientos e informaciones; multiplicidad en los criterios de evaluación (pares e impares); integración de disciplinas, recursos y capacidades complementarios originados en diversos fuentes para hacer posible las innovaciones. Nada, pues, que ver con la suposición de que es sólo un rinconcito de la sociedad en donde residen las responsabilidades y competencias de la actividad científica y tecnológica.

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(*) Expresidente del CONICIT

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